Hacer de tripas corazón

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Han pasado tres días y sigue con el cuerpo raro. La situación actual se le queda grande, no sabe qué hacer ni qué decir, y las horas le pasan tan despacio que sencillamente, se está volviendo loco.

Por un lado, le incomoda sobremanera no poder olvidar el asunto ni siquiera cuando está trabajando; cualquier momento es bueno para visualizar involuntariamente (o eso es lo que dice él) las casi dos horas que duró aquello. Por otro, se le revuelve el estómago cuando piensa lo injusto que fue siete u ocho años atrás, cuando por quedar bien con los demás tíos de clase, hacía de tripas corazón. Por si fuera poco, el maldito mensaje de texto del domingo por la tarde le recuerda incansable que no habrá segunda parte.

Alguien entra en la tienda, se mete la camisa por dentro y se abrocha el pantalón. “Disculpe, enseguida salgo, estoy en el almacén”, dice sofocado. Ahí está. No puede creerlo. No es el único. El mundo es un pañuelo, se va. Él sale a la calle, la observa marcharse mientras huele el inaccesible perfume de sus cabellos.

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Este texto se lee despacio y con la canción de fondo, preferiblemente a partir del minuto 0:58, justo después de "round my hometown".




Ahora que ya no está a su lado se he dado cuenta de que estuvo y está enamorada de él. Él ya la ha olvidado, pero ella justo empieza lo que él sufrió en silencio. Ahora sabe por lo que pasó. Y tiene lo que se merece. Él madura, ella sigue estancada en lo mejor de una relación que no volverá a repetirse. Él crece, ella empequeñece. Se esfuerza por odiarle pero a día de hoy sigue sin encontrar algún motivo de peso.

Rastro_ruta_caer

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A veces, cuando jugaban a contarse historias, iba corriendo en su busca. Esta vez era serio; necesitaba verle, decirle algo. Cogió el metro y se bajó en la parada donde vivía. Llamó al timbre y, como se imaginaba, no estaba. Así que dio una vuelta rauda por el barrio: entró en el supermercado sin nombre, en el badulaque de una calle, en el de la otra esquina, recorrió la calle Lepanto, como él decía, Provença y Rosselló, y por último probó en el Opencor, por si acaso. Pero no había ni rastro de él.

Cogió el bicing —para entonces había vencido el miedo al tráfico de la Ciudad Condal— y pedaleó hasta el centro. Dejó la bici cerca del metro de Drassanes y trazó mentalmente una ruta con los posibles puntos en los que podía encontrarlo. Al instante se dio cuenta de que no le conocía tanto como pensaba; en ese sentido era más impredecible que ella. Aun así, no se rindió; tenía que dar con él. Empezó por un bar bohemio del barrio, no sabía su nombre pero apenas tardó cinco minutos en localizarlo. Le acompañó una tarde, él decía que le gustaba, que se estaba tranquilo, la música era buena y había wifi. Nada, quizás desde aquel día que empezó a sentirse mal mientras ella estudiaba en la universidad no volvió más. Atravesó la Rambla dels Estudis y se sumergió en el barrio del Raval. Tenía que estar allí, allí o en el Fnac, pero pensó que a esas horas habría demasiada gente para su gusto, por lo que no se entretuvo.

Una vez en el Raval se “limitó” a inspeccionar por entre las calles. Primero paró en el MACBA, después, en la cafetería con plaquitas enganchadas a las mesas indicando dónde se sentaban los poetas y escritores de entonces, después, en el bar de los sofás; rondó plazas y callejuelas hasta que, sin saber cómo, terminó en la calle donde vivía antes de conocerla. Se acordó de la pizzería. No estaba lejos de allí, se había convertido casi en su segunda casa: la comida estaba rica, el trato era inmejorable y el precio, más que asequible; ¡¿cómo no lo había pensado antes!?

«Se marchó, ¿es que no te dijo que se iba al extranjero? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Acaso lo has olvidado? ¿Cómo es posible que no te acuerdes?» Estupefacta cerró la puerta y se precipitó hacia el metro. El miedo se apoderó de ella. Sudaba y temblaba cada vez más. Unos trescientos metros después, tropezó, perdió el equilibrio y cayó. Abrió los ojos. Yacía empapada en la cama. Él no estaba. Ni volvería a estarlo, al menos por ahora; ¿cómo podía haberlo olvidado?

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Prólogo: este texto se lee con la canción de fondo. No es necesario correr pero se aconseja empezar a leer el párrafo trece (" Las dos semanas posteriores...) cuando la canción cambia, esto es el minuto 2:45; merece la pena.




Chantaje_pestillo_éxtasis

Muchos sucumben alguna vez al chantaje de la soledad. En efecto cuentas con tus amigos pero te sientes solo. «Si estás harta, ¿por qué no dejas de lamentarte y sales a demostrarte que no tienes por qué estar sola? Si lo haces, si por una vez pasas por alto los prejuicios, te garantizo que al menos esta noche lo pasarás en grande, aunque mañana puedas arrepentirte, pero no pienses en eso ahora». Y así lo hizo, aceptó conmovida aquella extorsión que prometía bienestar y recogimiento durante unas horas. Se puso el vestido que otras veces había rehusado por ser demasiado escotado y corto, se onduló el pelo y se fue. En busca de algo que siendo incierto sonaba bien.

Cuando llegó al Morrison, se sentó en la barra con las piernas cruzadas –la soledad no iba a cargarse su femineidad– y pidió un vodka con tónica. Amargo, como la mayoría de sábados cuando llegas a tu casa y sí, es cierto que no salías a ligar, sino a pasar un rato con tus amigos, pero mierda, pasan los días y te acercas a los treinta; un sábado sin conocer a nadie es un día menos para dormir acompañado de alguien. Le asustaba la facilidad con que había aceptado aquel chantaje y temió echarse atrás. «Otro». Pajita en boca, empezó a observar: dos taburetes a la derecha se encontraba su presa. Pegó el último sorbo de su segundo cubata y se acercó.

—¿Me pides un vodka con tónica?
—Yo pediré otro; ¿quieres? —le preguntó mostrándole un paquete de Chesterfield.

Se lo fumó enardecida. Él parecía un actor, lucía un aspecto despreocupado y se esforzaba por no echarle el humo a Lola; se notaba que, como ella, solo fumaba los fines de semana puede que para ligar, o para matar el aburrimiento. Cuando hubo terminado, Lola precipitó sus manos sobre las de él.

Echado el pestillo, Mario se puso el preservativo y juntos empezaron lo que iba a terminar siendo una auténtica revolución. Ella llevaba las riendas. Lo encontraba sumamente atractivo. Se aseguró de que la taza estuviera limpia antes de sentarlo en el inodoro. Se puso a horcajadas sobre él y empezó a morder aquel cuerpo que se le presentaba tras tanto tiempo de soledad. Al cabo de un rato, cuando Lola rondaba la perdición –la placentera, claro—, Mario la levantó «ya basta, me estás volviendo loco» y se la llevó con él a la pared contraria.

Desde fuera se adivinaban gritos y la puerta empezaba a cubrirse de vaho para curiosidad de los visitantes.

Como cuando das un golpe seco sobre una mesa, se hizo el silencio, un silencio seco y silente pero revelador. «¿Me pasas las braguitas?»

No quiso darle el número de teléfono, había empezado la noche convencida de que bajo ningún concepto iba a “pillarse” de ningún individuo y quería terminarla igual. «Al menos dime por qué llorabas antes» —le preguntó, pero Lola no decía nada. Hasta que se decidió: «¡qué más da si me comporto como una zorra!, ¿me acompañas a casa y echamos otro?» Mario la cogió de la mano y dejó que lo llevara con ella. No pronunció palabra durante todo el trayecto pero su mano caliente, incluso algo resbaladiza por el sudor le hizo pensar a Mario que algo ocultaba.

—Eres preciosa.

En casa se desnudaron, esta vez despacio para recuperar lo que habían dejado de ver en el baño con las prisas. Se les erizó la piel y como hipnotizados por aquel espectáculo de carnes trémulas, se dejaron caer al suelo, y no se reposaron hasta que mareados por el éxtasis, tuvieron, a la fuerza, que apoyar sendas espaldas y levantar las piernas hacia arriba para que les llegara la sangre acumulada hasta entonces en el corazón.

—Mírame a los ojos si puedes y dime que solo ha sido un polvo.
—El amor es una gilipollez; de ilusiones ya he tenido bastantes.

Se levantó de un salto y le abrió la puerta.
—Cuídate.

Las dos semanas posteriores rozaron el límite de lo insoportable. Añoraba su cuerpo, su cabello ondulado y su nariz prominente. Si cerraba los ojos, reconocía su perfume, una mezcla de dulce y fresco y si los mantenía abiertos, veía por doquier sombras de él donde no las había. No contenta con haberle “obligado” a hacer algo que ahora, como suele pasar, veía impropio, incluso incorrecto, es increíble la importancia que damos a distinguir entre qué está bien y qué está mal, la soledad hizo que Lola se enganchara a Mario, posibilidad en la que, por supuesto, Lola no pensó cuando aceptó el chantaje al que se dejó someter voluntariamente.

«¡Basta!, no soy ninguna zorra y tampoco lo fui esa noche». Se vistió, esta vez con unos vaqueros y una camiseta de manga corta y llamó a un taxi. En el bar no había nadie, era pronto, así que sentó a esperar. A las dos de la mañana, se bebió el tercer vodka y se volvió a casa. En la puerta le esperaba él.

—Sigo pensando que ni fuiste ni eres ninguna zorra. Estuve a punto de ir al Morrison pero prefería estar a solas contigo; ¿puedo pasar?
—Adelante, …
—Mario, me llamo Mario.
—Lola.
—He traído vino blanco…
—Estupendo, pero con una condición: quédate a dormir conmigo, para desayunar hago unas tortitas con miel muy ricas.

A la mañana siguiente, Lola se despertó antes que él, o eso creía ella. Se le acercó con cuidado al oído para susurrarle «lloraba porque me encantaste desde el primer momento y tenía miedo de no volver a verte». Mario, que llevaba observándola desde que supuestamente se durmieron, yacía de lado, recogido como un interrogante, haciéndose el dormido. «Anda ven» le dijo sonriendo, «me gustas, desnuda eres todavía más hermosa».

Y ambos se encargaron de deshacer lo poco que quedaba de cama para devorar después las deliciosas tortitas de Lola.

Nochevieja_campanadas_propósito

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Cerró la puerta, encendió la minicadena, y se quitó el albornoz dejándolo caer sobre la cama. Puso la pista 9 y moviendo su cuerpo ligeramente de derecha a izquierda, empezó a buscar por entre su ropa íntima. Se vistió frente al espejo, se puso las medias, sacó con cuidado el vestido de la percha y se terminó de arreglar en el baño. Se hizo un recogido en el pelo para destacar el vestido. Era muy sencillo pero el corte y su sugerente escote la hacían muy atractiva. Salió del baño dejando un imborrable rastro de amapolas.

Se puso los tacones y caminó por el pasillo hasta la cocina.
—Estás guapísima, cariño. ¡Madre mía!
—Gracias.

Mario no reaccionaba, permanecía embobado mirándola, como encantado por su presencia.
—Voy a ir a por más cava. Con el que han traído ellos no tenemos bastante.
—Mmm, vale pero Celia ha traído dos botellas…
—Me apetece seco; ahora vuelvo.
—Pero no tardes, son ya las doce menos veinte. En nada empiezan las campanadas.

Mario se acercó a ella y agarrándola por la cintura la besó deseándola más que nunca. Lola se despidió con un “hasta ahora” de sus amigos, volvió a besar a Mario, cogió el bolso y cerró la puerta. Casi sin hacer ruido bajó los más de cien escalones que la separaban del 2007 «¡joder, me merezo ser feliz yo también;no puedo seguri así!», se decía para sus adentros.

—¿Javi, dónde estás?
—Sigo en el Luxus con Carlos y los otros.
—Bien.
—¿Estás segura?
—Sí.

Lola se subió al primer taxi que vio.
—¿Dónde la llevo?
—Al Luxus, por favor.

Primera_cita

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Imaginó tanto aquel encuentro inminente que entrada la noche, y a menos de nueve horas, se quedó desesperada y desorientada en la cama, como una cucaracha recién rociada con insecticida, estancada contra la superficie, boca arriba, moviendo inútilmente las patitas, buscando el oxígeno que ya no llega. Temerosa de quedarse como ellas a esperar la muerte, hizo un sobreesfuerzo y se volteó dándole la espalda al miedo.

Iracundo_histriónico_recalcitrante

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Desde los cinco años Damian pasaba todas las tardes en el teatro Riviolet. Cuando cumplió los doce, su profesora de interpretación le ofreció el papel de Edipo para un festival local y le gustó tanto que a partir de entonces solo quería interpretar personajes malvados e iracundos, asesinos y bastante infelices. Se lo pasaba tan bien poniéndose en la piel de aquellos hombres, que con el tiempo pasó a representar exclusivamente ese tipo de personajes.

Y tanto se metía en el papel que terminó creyéndose lo que decía, imitaba sus actos, los impulsos y la forma de pensar de cada personaje. A los veinticuatro años era un joven de expresión histriónica y postura recalcitrante. Apenas conversaba con nadie. No salía con sus amigos y desde que perdió su virginidad a los 18 no había vuelto a estar con otra chica. No le importaba la imagen que tuvieran los demás de él, no los necesitaba.

Hasta que un día, Sofía, su profesora, vino a buscarle a casa y le pidió acontecida que sustituyera a un compañero en “Romeo y Julieta”. «No sirvo para esos papeles melodramáticos y románticos, no me gustan» «Por favor, debes confiar más en tus capacidades, yo sí lo hago. Por favor, anda, Óscar está con gripe.»

Al terminar la obra, Damian temblaba, aquella sensación era nueva para él. Cogió aire y se acercó a Carla, la joven chilena que había interpretado el papel de Julieta. “Creo que me he enamorado de ti, Julieta. “Yo no soy Julieta, Damian, soy Carla. ¿¡Es que después de tantos años no te han enseñado que el teatro es pura ficción?!” Damian se disculpó, recogió sus cosas y se marchó a casa, por primera vez, con el corazón roto, hecho polvo pero a la vez contento por sentir por fin algo más que ira y furia.

Desde entonces Damian solo va a clases de interpretación dos veces por semana. El resto de días, escribe poemas a Julieta.

Otto

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Tengo en mi cuaderno una hoja de cuadritos con un mensaje. Data de marzo de 2007 y va dirigida a un melenudo de ojos azabaches y pelo oscuro. Entonces ni siquiera le conocía pero ya me gustaba, tanto que le pedí matrimonio. La boda se anuló por la distancia pero los mails de amor se sucedieron uno tras otro. Leyéndole descubrí lo peor: quería irse a México. Y actué: “si supieras cuanto te quiero, cuanto te echo de menos, dejarías el viaje a México y te vendrías conmigo”. Pero me acobardé y no se la mandé. Al cabo de un tiempo, nos encontramos entre la gente. Y dormimos juntos. Nos bautizamos Otto y María. Nos metimos tanto en el papel que terminamos creyéndonoslo. Con él yo era María, y no Inma; conmigo, él era Otto y no Fhil. Escribíamos cuentos, bebíamos batidos de vainilla, discutíamos sobre música: yo prefería la extranjera y él la hispana. Lo solucionábamos cocinando arroz con mantequilla, macarrones con nata y mucho aguacate. Y de postre té. Éramos dormilones de órdago. Siempre llegábamos tarde. Pasó el tiempo y nos conocimos más. Resultó que él era muy suyo y yo muy mía. Y hubo tormentas, sol, y más lluvia. Y entre tanto cambio, Otto planeaba, astuto, su plan de huída. «Me voy a México», me dijo en una pizzería del Raval. «Me vendrá bien», añadió. «Y a ti también». Pero los espaguetis me sentaron mal. Cuando llegué a casa, me eché a llorar, me acordé de aquella hojita de cuadros que escribí mientras calentaba el puchero. Fhil ya no me quería. Ni yo a él. Y se fue. Ahora Otto está en México, con Fhil. Y María, como al principio, lejos de él. Ya no hay mails largos ni peticiones de mano. Ya hubo tiempo para eso. Ya gozamos del amor. Ahora solo hay kilómetros y recuerdos. Pero aunque esté lejos, aunque Fhil y yo ya no estemos juntos, a Otto, a mi pequeño Otto, todavía le quiero. Más que nunca.

Resaca_suspiro_domingo

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La poca luz vespertina que se colaba por la persiana le despertó. Habían estado bebiendo y fumando marihuana toda la noche. Les gustaban los sábados porque tenían el domingo para sufrir la resaca. Desde que ambos empezaron a trabajar a un ritmo más vertiginoso, se habían prohibido poner alarmas los domingos, y antes de echarse a la cama, desconectaban el cable del fijo.

Helga tenía el sueño muy ligero y Javi sabía que el más nimio movimiento la despertaría, así que se desperezó con cuidado y se volteó hacia su derecha para observarla. Su rostro era suave y delicado, y las diminutas pecas en la nariz y los pómulos, que parecían estar coloreadas con un lápiz marrón claro, estaban repartidas de forma tan divertida que le resultaba imposible aburrirse aunque llevara más de un año viéndolas.

Se aproximó un poco más a ella empujado por el embriagador perfume de sus cabellos dorados. Ni siquiera el tabaco conseguía apagarlo. «Despacio, Javi, despacio», se repetía mientras descendía hacia el cuello. Helga todavía desprendía un irresistible olor corporal de almendras y aloe vera. Javier odiaba que se embadurnara con potingues de esos; decía que estaba pegajosa y que al acariciarle, sus manos no se deslizaban como él quería, pero el tiempo le demostró que lo que él llamaba potingues habían hecho que la piel de Helga fuera todavía más suave.

Se le escapó un melancólico suspiro, que enseguida cortó llevándose las manos a la boca por temor a despertarla y se decidió a levantar un poco la colcha para contemplar aquel manantial de obscenidades tiernas. Estaba realmente sexi con aquellas braguitas nuevas semi transparentes y la camisetita blanca de tirantes de siempre.

Después de pensárselo treinta centésimas, se sumergió en la profundidad de la cama de 1,80, consumido por la hermosa sencillez del cuerpo de Helga. Lo que más le gustaba de ella era la ligera elevación de su vientre, y la areola rojiza de sus pechos, que adivinaba ansioso bajo su ropa. Se apoderaron de él unas tremendas ganas de ella. «¡Qué coño!» se dijo y, todavía con cuidado para no cargarse la excitación del momento, le bajó las braguitas decidido a celebrar lo que quedaba de domingo.

Impeler_seráficamente_lozanía (para leer con la canción de fondo)

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Llegaba tarde. La sala estaba de bote en bote, solo faltaba Mario. Empezó a preguntar pero todo el mundo parecía haberle perdido de vista. Se angustió, y lamentó los veinte minutos frente al espejo. Mario, como ella, odiaba las despedidas. De repente empezó a sonar “Nocturne in Eb” e impelida por la sonata avanzó por entre la gente, saludando a unos y a otros, hasta que llegó al piano. Ahí estaba, tocando y sonriendo seráficamente.

-Por un momento pensé que te habías ido.
-Te prometí que me despediría con Chopin.
-Es romántica, y también melancólica.
-Por eso te gusta.

Mario se levantó, la agarró por la cintura y la besó.

-Mario, ¿por qué no lo intentamos de nuevo? ¿Por qué no te quedas?
-Porque te quiero demasiado para volver a hacerte daño.
-Pues vuélvela a tocar.

Al piano, Mario adquiría un aspecto lozano que le hacía todo un seductor. Sus movimientos eran ágiles y graciosos, a la vez que apasionados.

Cuando hubo terminado, no había ni rastro de Claudia. Estaba sentada bajo un álamo del parque, maldiciendo la noche en que entró en aquel local poseída por la “Nocturne”. Desde el primer momento le quiso con locura, pero a su vez, le odiaba con toda sus fuerzas, a él y a Chopin por presentárselo.

Canícula_perlar_ bienestar

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La canícula se le hace insoportable en agosto, sobretodo por las noches. Ni siquiera con una ducha justo antes de echarse a dormir consigue librarse de la pegajosidad, que no contenta con humedecer su camiseta, ofusca también sus ideas. La lectura deviene tarea agotadora con las bragas pegadas al culo; y si enciende el portátil los muslos terminan abrasándole… Diez minutos después, el sudor empieza a perlar su rostro sofocado, así que termina por apagar la luz.

Tres noches atrás, el termómetro marca los mismos grados. Con ella, él. Y su pierna sobre su cadera, el brazo agarrándole el vientre, las manos de ella perdidas en su cabello negro y ondulado, y las respiraciones de ambos casi mezclándose… A los dos minutos un profundo bienestar la vence.

Es lo que tiene dormir bien acompañado.

Primera entrada_hola

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Miradme aquí, Gloria Fuertes


Miradme aquí,
clavada en una silla,
escribiendo una carta a las palomas.
Miradme aquí,
que ahora podéis mirarme,
cantando estoy y me acompaño sola.
Clarividencias me rodean
y sapos hurgan en los rincones,
los amigos huyen porque yo hago ruido
y saben que en mi piel hay un fantasma.
Me alimento de cosas que no como,
echo al correo cartas que no escribo
y dispongo de siglos venideros.
Es sobrenatural que ame las rosas.
Es peligroso el mar si no sé nada,
peligroso el amor si no sé nada.
Me preguntan los hombres con sus ojos,
las madres me preguntan con sus hijos,
los árboles me insisten con sus hojas
y el grito es torrencial
y el trueno es hilo de voz
y me coso las carnes con mi hilo de voz:
¡si no sé nada!