Otto

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Tengo en mi cuaderno una hoja de cuadritos con un mensaje. Data de marzo de 2007 y va dirigida a un melenudo de ojos azabaches y pelo oscuro. Entonces ni siquiera le conocía pero ya me gustaba, tanto que le pedí matrimonio. La boda se anuló por la distancia pero los mails de amor se sucedieron uno tras otro. Leyéndole descubrí lo peor: quería irse a México. Y actué: “si supieras cuanto te quiero, cuanto te echo de menos, dejarías el viaje a México y te vendrías conmigo”. Pero me acobardé y no se la mandé. Al cabo de un tiempo, nos encontramos entre la gente. Y dormimos juntos. Nos bautizamos Otto y María. Nos metimos tanto en el papel que terminamos creyéndonoslo. Con él yo era María, y no Inma; conmigo, él era Otto y no Fhil. Escribíamos cuentos, bebíamos batidos de vainilla, discutíamos sobre música: yo prefería la extranjera y él la hispana. Lo solucionábamos cocinando arroz con mantequilla, macarrones con nata y mucho aguacate. Y de postre té. Éramos dormilones de órdago. Siempre llegábamos tarde. Pasó el tiempo y nos conocimos más. Resultó que él era muy suyo y yo muy mía. Y hubo tormentas, sol, y más lluvia. Y entre tanto cambio, Otto planeaba, astuto, su plan de huída. «Me voy a México», me dijo en una pizzería del Raval. «Me vendrá bien», añadió. «Y a ti también». Pero los espaguetis me sentaron mal. Cuando llegué a casa, me eché a llorar, me acordé de aquella hojita de cuadros que escribí mientras calentaba el puchero. Fhil ya no me quería. Ni yo a él. Y se fue. Ahora Otto está en México, con Fhil. Y María, como al principio, lejos de él. Ya no hay mails largos ni peticiones de mano. Ya hubo tiempo para eso. Ya gozamos del amor. Ahora solo hay kilómetros y recuerdos. Pero aunque esté lejos, aunque Fhil y yo ya no estemos juntos, a Otto, a mi pequeño Otto, todavía le quiero. Más que nunca.

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