Rastro_ruta_caer

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A veces, cuando jugaban a contarse historias, iba corriendo en su busca. Esta vez era serio; necesitaba verle, decirle algo. Cogió el metro y se bajó en la parada donde vivía. Llamó al timbre y, como se imaginaba, no estaba. Así que dio una vuelta rauda por el barrio: entró en el supermercado sin nombre, en el badulaque de una calle, en el de la otra esquina, recorrió la calle Lepanto, como él decía, Provença y Rosselló, y por último probó en el Opencor, por si acaso. Pero no había ni rastro de él.

Cogió el bicing —para entonces había vencido el miedo al tráfico de la Ciudad Condal— y pedaleó hasta el centro. Dejó la bici cerca del metro de Drassanes y trazó mentalmente una ruta con los posibles puntos en los que podía encontrarlo. Al instante se dio cuenta de que no le conocía tanto como pensaba; en ese sentido era más impredecible que ella. Aun así, no se rindió; tenía que dar con él. Empezó por un bar bohemio del barrio, no sabía su nombre pero apenas tardó cinco minutos en localizarlo. Le acompañó una tarde, él decía que le gustaba, que se estaba tranquilo, la música era buena y había wifi. Nada, quizás desde aquel día que empezó a sentirse mal mientras ella estudiaba en la universidad no volvió más. Atravesó la Rambla dels Estudis y se sumergió en el barrio del Raval. Tenía que estar allí, allí o en el Fnac, pero pensó que a esas horas habría demasiada gente para su gusto, por lo que no se entretuvo.

Una vez en el Raval se “limitó” a inspeccionar por entre las calles. Primero paró en el MACBA, después, en la cafetería con plaquitas enganchadas a las mesas indicando dónde se sentaban los poetas y escritores de entonces, después, en el bar de los sofás; rondó plazas y callejuelas hasta que, sin saber cómo, terminó en la calle donde vivía antes de conocerla. Se acordó de la pizzería. No estaba lejos de allí, se había convertido casi en su segunda casa: la comida estaba rica, el trato era inmejorable y el precio, más que asequible; ¡¿cómo no lo había pensado antes!?

«Se marchó, ¿es que no te dijo que se iba al extranjero? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Acaso lo has olvidado? ¿Cómo es posible que no te acuerdes?» Estupefacta cerró la puerta y se precipitó hacia el metro. El miedo se apoderó de ella. Sudaba y temblaba cada vez más. Unos trescientos metros después, tropezó, perdió el equilibrio y cayó. Abrió los ojos. Yacía empapada en la cama. Él no estaba. Ni volvería a estarlo, al menos por ahora; ¿cómo podía haberlo olvidado?

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