Desde los cinco años Damian pasaba todas las tardes en el teatro Riviolet. Cuando cumplió los doce, su profesora de interpretación le ofreció el papel de Edipo para un festival local y le gustó tanto que a partir de entonces solo quería interpretar personajes malvados e iracundos, asesinos y bastante infelices. Se lo pasaba tan bien poniéndose en la piel de aquellos hombres, que con el tiempo pasó a representar exclusivamente ese tipo de personajes.
Y tanto se metía en el papel que terminó creyéndose lo que decía, imitaba sus actos, los impulsos y la forma de pensar de cada personaje. A los veinticuatro años era un joven de expresión histriónica y postura recalcitrante. Apenas conversaba con nadie. No salía con sus amigos y desde que perdió su virginidad a los 18 no había vuelto a estar con otra chica. No le importaba la imagen que tuvieran los demás de él, no los necesitaba.
Hasta que un día, Sofía, su profesora, vino a buscarle a casa y le pidió acontecida que sustituyera a un compañero en “Romeo y Julieta”. «No sirvo para esos papeles melodramáticos y románticos, no me gustan» «Por favor, debes confiar más en tus capacidades, yo sí lo hago. Por favor, anda, Óscar está con gripe.»
Al terminar la obra, Damian temblaba, aquella sensación era nueva para él. Cogió aire y se acercó a Carla, la joven chilena que había interpretado el papel de Julieta. “Creo que me he enamorado de ti, Julieta. “Yo no soy Julieta, Damian, soy Carla. ¿¡Es que después de tantos años no te han enseñado que el teatro es pura ficción?!” Damian se disculpó, recogió sus cosas y se marchó a casa, por primera vez, con el corazón roto, hecho polvo pero a la vez contento por sentir por fin algo más que ira y furia.
Desde entonces Damian solo va a clases de interpretación dos veces por semana. El resto de días, escribe poemas a Julieta.
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