Fin de trayecto. Y comienzo. :)

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"Las palabras son el pretexto" se muda a "Lo demás de mí". Estoy rozando una etapa nueva que me apetece comenzar con otro blog. Aun sí, recogeré en él los textos o imágenes que han ido surgiendo a lo largo de todo este tiempo en el mundo de la bloggosfera, no solo en las "palabras son el pretexto", sino también en "imeta y su blog", "i lost myself", etc.

Me pierden los blogs, lo sé, pero "lo demás de mí" nace con mucha fuerza ^_^ y me hace mucha ilusión compartirlo con todos vosotros.

Saludos,

inma

p.d.: Campa, efectivamente, mi última entrada marcaba un comienzo de trayecto, más que un final ^^

Fin de trayecto. O comienzo.

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Se ha hecho un hueco como ha podido en el sofá, tiene la maleta por hacer, una pila desordenada de camisetas y algún que otro par de calcetines a su derecha e izquierda. Enfrente suyo, el reloj, un colgante nuevo, que no sabe si se pondrá, ceniza fuera de lugar, un par de postales sin escribir, una botella descorchada y el último culo de vino blanco de su fiesta de despedida.

Ha disfrutado como una niña en el piso de la tía de su amigo: ha dormido hasta dolerle la espalda, ha paseado desnuda de un lado a otro del estudio pensando qué ponerse, ha cocinado pasta con queso dos noches seguidas, se ha hinchado a pipas y palomitas sin importarle su tripa, ha visto pelis en blanco y negro, y ha cantado a las dos de la madrugada, ha escuchado a los vecinos de arriba y tampoco a ella le ha importado no morderse los labios para no gritar.

Sorbe vino como un pajarito. Suena una canción de esas que hacen bailar, bailar y sonreír. Se apresura a quitarse el portátil de encima y empieza a contonear sus caderas acompasada, después salta y se lleva las manos a la cabeza para cerciorarse de que le ha crecido el pelo. Estos ocho días le han pasado volando y apenas se ha acordado de lo que no quería. Y aquí sigue, quien lo diría. Poco a poco está desenganchándose; su pelo a lo chico crece y ella acepta que esto es lo que hay.

Desconectar de todo por una semana le ha sentado bien, su hermano diría que ha cargado pilas o que se ha llenado de vitaminas, pero más que eso, se ha visto más transparente que antes. Para bien y para mal. No quiere renunciar a sí misma y espera seguir tropezando con piedras aparentemente distintas. A éste paso la van a excomulgar, pero qué más da si su única religión es la que le hace ver quien es ella de verdad. Empieza a entender lo que quiere y lo que no. Melancolía, sexo e intriga para la falta de fe. Y un sitio para fumar en caso de querer estar a solas o de no tener con quien jugar.

- Ábrame, no le voy a hacer daño.
Mira por la mirilla, toma aire, está muy rico. Abre.
- Dime.
- Soy de una ong, bla bla bla... ¿de qué te ríes?
- Iba a proponerte algo, pero mejor otro día.

Cierra la puerta y lo ve marchar con cara de bobo. La misma que la suya. Coge el bic y apunta en una de las notas de la nevera “urgente: vino para cenar”.

Y de esa botella da ahora el último sorbo. No quiere ni pensar en la resaca de mañana. ¿Tendrán paracetamol en el avión? Aun con todo, sigue de vacaciones. Es su última noche y para celebrarlo, aprovechando que las sábanas son suaves y casi huelen a lavanda, se quita toda la ropa antes de meterse en la cama.


Nuca

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Este texto se lee, si se quiere, con la canción de fondo.



Se levantó con cuidado y se dirigió hasta la habitación de él. Roncaba: vía libre. Se lavó la cara, se retocó las ojeras y como si se le agotara el tiempo bajó de tres en tres los escalones que la separaban del exterior. La chaqueta, las manoletinas… Mierda, se había olvidado la hierba arriba. Se asfixiaba, no había tiempo. Subió al coche y arrancó. Aparcó mal pero le daba exactamente igual. Entró en el primer bar, compró tabaco y pidió 4 latas de cerveza para llevar. No, mejor seis. Arrancó, destino: su cala preferida.

Mientras conducía se acordaba de sus gestos, de cómo masticaba la comida, de cómo se apoyaba el pescado con el pan, en vez de usar el cuchillo, de cómo imponía su punto de vista a todos, de su maldito puñetazo en la mesa, de sus reflexiones desfasadas sobre los adultos y el respeto; le repugnaba. Aceleró y se le volcaron las cervezas por los asientos de detrás. Le había vuelto a gritar sin ninguna razón, la rabia crecía en sus adentros. Bajó del coche, se sentó en las piedras, se descalzó y cogió aire.

Una, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Su estado era pésimo, para darle más rabia, no había cenado más que un trozo de queso y se sentía más colocada que de costumbre. Estaba bonito el mar. Apenas veía nada, solo el faro al fondo, pero intuía por el silencio que el agua estaba calmada y templada. Se peinó con los dedos el poco pelo que se había dejado y se acordó de su primer amor: una noche de verano, la recogió en el trabajo y se pasaron la noche diciendo gilipolleces en las rocas. Le encantaba su larga melena, le volvían loco las ondas que perfilaban aquel rostro triste y tierno de niña pequeña, como decía él. Cuando salió el sol la dejó en casa llena de arena, la besó en la nariz, y se despidió.

Pese a la rapidez con que tuvo que aprender cómo funcionan las relaciones, aquel verano le pareció increíble. Le llovieron las primeras broncas, pero con su madre todo era distinto. Ahora llevaba el pelo corto, odiaba a su padre y disfrutaba emborrachándose sola. No le quedaba más cerveza y el mundo se le vino encima. También le daba vueltas. Cogió el pitillo que le quedaba y se subió al coche. El último se lo fumaría dentro, para joderle. Repasó donde estaba cada pedal y encendió el motor. A la tercera arrancó.

Las luces, le señaló un coche del carril contrario. Se le aceleró el pulso, era la primera vez que conducía estando ebria. Aun así, como cada sábado, confiaba en su suerte. Se lo imaginó durmiendo, con la boca abierta y una pierna fuera de la cama. Eso sí lo había heredado de él, eso y sus dientes. Soltó la mano derecha del volante dispuesta a llevarla a su tripa. Solo le faltaban aquellas cervezas. A medio camino, rozando el ombligo, un impulso arrastró su mano hacia arriba. Y se acarició el pelo, lo tenía suave e intuyó que le olía como de costumbre. Zigzagueando por la carretera, se dio cuenta de que tenía una nuca preciosa. Y le pareció motivo suficiente para sonreír.

Sábanas

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Estaban José y María tumbados en la cama de matrimonio de la habitación 410 del hostal Los Geranios.

Se dirigían a Sevilla. Mañana se casaba un amigo común y como María se quedó sin billete de avión, José, que se había enterado por su amigo, se ofreció a llevarla. Apenas se conocían, habían coincidido solo una vez en el cumpleaños del futuro marido y para no enfadarlo, se intercambiaron los móviles.

La cuestión es que, y retomando el principio de esta historia, tuvieron que hacer noche en un hostal de carretera porque a José se le cerraban los ojos y María todavía no tenía el permiso de conducir. A las tres de la madrugada ya no quedaban habitaciones individuales y todas las dobles tenían una sola cama, por lo que María empezó a concienciarse de que la de hoy no iba a ser una noche muy agradable.

Estando tumbados y todavía con las luces de sendas mesitas de noche encendidas, José rompió el inquebrantable silencio de la habitación.

- ¿Te importa si duermo en gallumbos? Hace muchísimo calor y los pantalones me aprietan.
- Eso es porque te van pequeños, idiota.
- Vaya, para una vez que me hablas me insultas.
- Lo siento, estoy de mala leche, haz lo que quieras.
- No entiendo cómo las tías podéis dormir con pijama, incluso en verano. A mí me gusta dormir cómodo, suelto.
- Suelto…
- Sí, sin gomas ni esas cosas, bien ancho.
- Sí, sí, si lo entiendo. La verdad es que en verano suelo dormir solo con unas braguitas pero…
- Pero te da vergüenza que te vea desnuda, ¿no?
- No, es que las sábanas de hostalucho pican, no son suaves, me dan asco.
- …

Y de repente el silenció invadió de nuevo la 410. Diez minutos más tarde, María se levantó de la cama refunfuñando:
- Necesito una ducha, ¡no lo soporto! ¡Me pica todo, joder! ¡Qué asco!

Después del griterío, llegó el portazo, que, lógicamente, despertó a José. Volteó la cabeza y vio que la joven no estaba; sabía de sobra que se había encerrado en el baño por las sábanas de la cama. Ya lo creo que lo sabía. Se levantó y se puso manos a la obra.

- ¿Pero cómo es posible? Ahora no pican, ¡no pican! José, ¡que ya no pican!

Pero el joven no se inmutaba. Cuando María encendió la luz, vio que milagrosamente las sábanas de antes habían desaparecido por unas de cuadros, suaves como las camisetas de lino por estrenar y con un olor a lavanda inconfundible.

- Odio las sábanas de hostal, a veces también las de hotel. Duermo con gallumbos y tengo ciertas manías que procuro esconder por miedo al ridículo pero también soy un caballero, y no podía permitir que no durmieras teniendo mis sábanas en la maleta.

Éste le pareció el gesto más romántico del mundo. Clavó sus ojos en los de él, sonrió con dulzura y apagó la luz.

Al día siguiente, José se despertó antes que la joven, que dormía de lado tranquila. La miró, se quitó con saliva las legañas y la volvió a mirar: María yacía desnuda, solo con unas braguitas blancas de puntilla.

No podía dejar de observarla cuando de repente, era él el observado.
- Lo de ayer ha sido lo más bonito que han hecho nunca por mí.
- Yo… yo solo…quiero decir que… yo… - balbuceaba.

María se puso sobre él y le besó de tal forma que a José se le erizó toda la piel.

A las 12 de la mañana, Gabriel, el amigo común de ambos, se casaba en la Parroquia del Carmen. El padrino y la madrina continuaban haciendo el amor en las suaves sábanas de cuadros con olor a lavanda.

Nostalgia

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El día de mi comunión, mis padres celebraban en secreto quince años de casados. En el postre, mi padre se me acercó y me advirtió al oído que por un instante iba a dejar de ser la protagonista del convite. Me guiñó el ojo y me aseguró que merecería la pena.

Sonriente se fue hacia la recepción del restaurante. Mi madre, que llevaba un vestido color crema con una torerita gris, conversaba con su mejor amiga y cómplice de mi padre. Yo, muerta por la curiosidad, no le quitaba los ojos de encima. Mi madre estaba radiante; había adelgazado casi cinco kilos con los preparativos de mi comunión, pero a la vista de todos, irradiaba felicidad.

Él, escondido tras la barra, gritaba al camarero «ponla, ponla». La voz de Patsy Cline sobresaltó a mi madre. Me miró —enseguida supo lo que iba a suceder—, y se sonrojó. Apenas tuvo tiempo de decir nada cuando se le acercó mi padre con un enorme ramo de rosas rojas.

No terminaron de besarse hasta que Crazy llegó a su final.


Escalera

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Este texto se lee con la canción de fondo, a partir del segundo ocho, rápido y con el volumen alto.

«¡Corre!» Como dos caballos galopando, que a base de tirar consiguen soltarse de las riendas, corrían desbocados. «Deja que me quite los zapatos». Seguían corriendo, cada vez más patosos, poseídos por el deseo. Entre escalón y escalón se mezclaban entrecortados gemidos y pisotones. «Ah ah ah ah ahhh auuuu, ten cuidado, me acabo de dar en todas las costillas!». No había tiempo para pedir disculpas, «ven», la besó fuerte a la vez que le quitó de un tirón la goma de su coleta. «Dios, qué ganas te tengo». «Nos quedan se... sei… seis pisos». No podía más, echó la cabeza hacia atrás, cogió aire y se lanzó de nuevo hacia él. La poca luz de aquella maldita escalera de los años cuarenta no podía hacerlo más atractivo. «Esto fuera. Esto también. ¿Cuántos nos quedan?». «¡¿Qué más da?! Tú no te pares».


Continuaban corriendo cuesta arriba. «Desabróchame la camisa que me aso…» «Son mías, suspiró hundiendo su rostro sobre los pechos de ella». La agarró fuerte para que no se cayera. Como un niño, que corre tras un balón calle abajo, en vez de coches y transeúntes, evitaba como podía la pila de periódicos, la basura del segundo a, y la del tercero b. «Corre por dios, mira delante.» «Ya lo hago, joder, o no lo ves?». «¿¡Por qué cojones no puedo quitarte el cinturón?!.. Te tengo, jajaja». «¿Quieres volverme loco? ¡Saca esa mano!». «Me estoy poniendo muy mala, cuántos nos quedan?». «Cállate, anda».


«Uno, ya estamos». «Corre, bésame por dios, házmelo ya…». «¿Tienes las llaves..?» «Mierda, las llevas tú ¿no?». «¿Yo?» «Te las di en el bar». «¿Pero qué dices, joder?!» «En el coche, en la guantera». «Joder joder joder; pues hagámoslo aquí». «Se despertarán todos, ¿estás loco?». «Ayer sudabas de los vecinos» «Imbécil» …. «Vuelvo enseguida». Como una liebre bajaba escopeteado los más de trescientos escalones hasta tropezar en el segundo……………………………Poff.


«¿Estás bien?». «Creo que sí. Las tengo, están aquí, se me cayeron. ¿Sigues ahí? ¿Me esperas?». «¡Corre, sube!». «… no llego». «Que te jodan, no me dejes así», le gritaba María desde arriba. «Estoy en el segundo, baja tú». «El ascensor joder, qué tonta estoy! ¡Ya mismo bajo!»……… Como de costumbre, el ascensor tardó en abrirse: «Hola, tío bueno, ¿subes conmigo?». «Por supuesto».


A las ocho de la mañana les despertó las voces de la vecina del quinto: «¿Hay alguien ahí? «Juanjo, despierta joder, la pesada del quinto ya se ha enterado; en nada vendrán a sacarnos de aquí».

Hacer de tripas corazón

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Han pasado tres días y sigue con el cuerpo raro. La situación actual se le queda grande, no sabe qué hacer ni qué decir, y las horas le pasan tan despacio que sencillamente, se está volviendo loco.

Por un lado, le incomoda sobremanera no poder olvidar el asunto ni siquiera cuando está trabajando; cualquier momento es bueno para visualizar involuntariamente (o eso es lo que dice él) las casi dos horas que duró aquello. Por otro, se le revuelve el estómago cuando piensa lo injusto que fue siete u ocho años atrás, cuando por quedar bien con los demás tíos de clase, hacía de tripas corazón. Por si fuera poco, el maldito mensaje de texto del domingo por la tarde le recuerda incansable que no habrá segunda parte.

Alguien entra en la tienda, se mete la camisa por dentro y se abrocha el pantalón. “Disculpe, enseguida salgo, estoy en el almacén”, dice sofocado. Ahí está. No puede creerlo. No es el único. El mundo es un pañuelo, se va. Él sale a la calle, la observa marcharse mientras huele el inaccesible perfume de sus cabellos.