Chantaje_pestillo_éxtasis

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Prólogo: este texto se lee con la canción de fondo. No es necesario correr pero se aconseja empezar a leer el párrafo trece (" Las dos semanas posteriores...) cuando la canción cambia, esto es el minuto 2:45; merece la pena.




Chantaje_pestillo_éxtasis

Muchos sucumben alguna vez al chantaje de la soledad. En efecto cuentas con tus amigos pero te sientes solo. «Si estás harta, ¿por qué no dejas de lamentarte y sales a demostrarte que no tienes por qué estar sola? Si lo haces, si por una vez pasas por alto los prejuicios, te garantizo que al menos esta noche lo pasarás en grande, aunque mañana puedas arrepentirte, pero no pienses en eso ahora». Y así lo hizo, aceptó conmovida aquella extorsión que prometía bienestar y recogimiento durante unas horas. Se puso el vestido que otras veces había rehusado por ser demasiado escotado y corto, se onduló el pelo y se fue. En busca de algo que siendo incierto sonaba bien.

Cuando llegó al Morrison, se sentó en la barra con las piernas cruzadas –la soledad no iba a cargarse su femineidad– y pidió un vodka con tónica. Amargo, como la mayoría de sábados cuando llegas a tu casa y sí, es cierto que no salías a ligar, sino a pasar un rato con tus amigos, pero mierda, pasan los días y te acercas a los treinta; un sábado sin conocer a nadie es un día menos para dormir acompañado de alguien. Le asustaba la facilidad con que había aceptado aquel chantaje y temió echarse atrás. «Otro». Pajita en boca, empezó a observar: dos taburetes a la derecha se encontraba su presa. Pegó el último sorbo de su segundo cubata y se acercó.

—¿Me pides un vodka con tónica?
—Yo pediré otro; ¿quieres? —le preguntó mostrándole un paquete de Chesterfield.

Se lo fumó enardecida. Él parecía un actor, lucía un aspecto despreocupado y se esforzaba por no echarle el humo a Lola; se notaba que, como ella, solo fumaba los fines de semana puede que para ligar, o para matar el aburrimiento. Cuando hubo terminado, Lola precipitó sus manos sobre las de él.

Echado el pestillo, Mario se puso el preservativo y juntos empezaron lo que iba a terminar siendo una auténtica revolución. Ella llevaba las riendas. Lo encontraba sumamente atractivo. Se aseguró de que la taza estuviera limpia antes de sentarlo en el inodoro. Se puso a horcajadas sobre él y empezó a morder aquel cuerpo que se le presentaba tras tanto tiempo de soledad. Al cabo de un rato, cuando Lola rondaba la perdición –la placentera, claro—, Mario la levantó «ya basta, me estás volviendo loco» y se la llevó con él a la pared contraria.

Desde fuera se adivinaban gritos y la puerta empezaba a cubrirse de vaho para curiosidad de los visitantes.

Como cuando das un golpe seco sobre una mesa, se hizo el silencio, un silencio seco y silente pero revelador. «¿Me pasas las braguitas?»

No quiso darle el número de teléfono, había empezado la noche convencida de que bajo ningún concepto iba a “pillarse” de ningún individuo y quería terminarla igual. «Al menos dime por qué llorabas antes» —le preguntó, pero Lola no decía nada. Hasta que se decidió: «¡qué más da si me comporto como una zorra!, ¿me acompañas a casa y echamos otro?» Mario la cogió de la mano y dejó que lo llevara con ella. No pronunció palabra durante todo el trayecto pero su mano caliente, incluso algo resbaladiza por el sudor le hizo pensar a Mario que algo ocultaba.

—Eres preciosa.

En casa se desnudaron, esta vez despacio para recuperar lo que habían dejado de ver en el baño con las prisas. Se les erizó la piel y como hipnotizados por aquel espectáculo de carnes trémulas, se dejaron caer al suelo, y no se reposaron hasta que mareados por el éxtasis, tuvieron, a la fuerza, que apoyar sendas espaldas y levantar las piernas hacia arriba para que les llegara la sangre acumulada hasta entonces en el corazón.

—Mírame a los ojos si puedes y dime que solo ha sido un polvo.
—El amor es una gilipollez; de ilusiones ya he tenido bastantes.

Se levantó de un salto y le abrió la puerta.
—Cuídate.

Las dos semanas posteriores rozaron el límite de lo insoportable. Añoraba su cuerpo, su cabello ondulado y su nariz prominente. Si cerraba los ojos, reconocía su perfume, una mezcla de dulce y fresco y si los mantenía abiertos, veía por doquier sombras de él donde no las había. No contenta con haberle “obligado” a hacer algo que ahora, como suele pasar, veía impropio, incluso incorrecto, es increíble la importancia que damos a distinguir entre qué está bien y qué está mal, la soledad hizo que Lola se enganchara a Mario, posibilidad en la que, por supuesto, Lola no pensó cuando aceptó el chantaje al que se dejó someter voluntariamente.

«¡Basta!, no soy ninguna zorra y tampoco lo fui esa noche». Se vistió, esta vez con unos vaqueros y una camiseta de manga corta y llamó a un taxi. En el bar no había nadie, era pronto, así que sentó a esperar. A las dos de la mañana, se bebió el tercer vodka y se volvió a casa. En la puerta le esperaba él.

—Sigo pensando que ni fuiste ni eres ninguna zorra. Estuve a punto de ir al Morrison pero prefería estar a solas contigo; ¿puedo pasar?
—Adelante, …
—Mario, me llamo Mario.
—Lola.
—He traído vino blanco…
—Estupendo, pero con una condición: quédate a dormir conmigo, para desayunar hago unas tortitas con miel muy ricas.

A la mañana siguiente, Lola se despertó antes que él, o eso creía ella. Se le acercó con cuidado al oído para susurrarle «lloraba porque me encantaste desde el primer momento y tenía miedo de no volver a verte». Mario, que llevaba observándola desde que supuestamente se durmieron, yacía de lado, recogido como un interrogante, haciéndose el dormido. «Anda ven» le dijo sonriendo, «me gustas, desnuda eres todavía más hermosa».

Y ambos se encargaron de deshacer lo poco que quedaba de cama para devorar después las deliciosas tortitas de Lola.

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