Helga tenía el sueño muy ligero y Javi sabía que el más nimio movimiento la despertaría, así que se desperezó con cuidado y se volteó hacia su derecha para observarla. Su rostro era suave y delicado, y las diminutas pecas en la nariz y los pómulos, que parecían estar coloreadas con un lápiz marrón claro, estaban repartidas de forma tan divertida que le resultaba imposible aburrirse aunque llevara más de un año viéndolas.
Se aproximó un poco más a ella empujado por el embriagador perfume de sus cabellos dorados. Ni siquiera el tabaco conseguía apagarlo. «Despacio, Javi, despacio», se repetía mientras descendía hacia el cuello. Helga todavía desprendía un irresistible olor corporal de almendras y aloe vera. Javier odiaba que se embadurnara con potingues de esos; decía que estaba pegajosa y que al acariciarle, sus manos no se deslizaban como él quería, pero el tiempo le demostró que lo que él llamaba potingues habían hecho que la piel de Helga fuera todavía más suave.
Se le escapó un melancólico suspiro, que enseguida cortó llevándose las manos a la boca por temor a despertarla y se decidió a levantar un poco la colcha para contemplar aquel manantial de obscenidades tiernas. Estaba realmente sexi con aquellas braguitas nuevas semi transparentes y la camisetita blanca de tirantes de siempre.
Después de pensárselo treinta centésimas, se sumergió en la profundidad de la cama de 1,80, consumido por la hermosa sencillez del cuerpo de Helga. Lo que más le gustaba de ella era la ligera elevación de su vientre, y la areola rojiza de sus pechos, que adivinaba ansioso bajo su ropa. Se apoderaron de él unas tremendas ganas de ella. «¡Qué coño!» se dijo y, todavía con cuidado para no cargarse la excitación del momento, le bajó las braguitas decidido a celebrar lo que quedaba de domingo.